MÁS ALLÁ HABRÁ UN LUGAR…

Hoy me puse a meditar. No lo hago cada día como recomiendan los gurús, sabios maestros y, últimamente, psicólogos y neurólogos que dicen haber comprobado sus beneficios. Lo hago cada vez que el cuerpo-mente me lo pide. Me sienta mejor que cuando lo intento cada día; pienso que la rutinización de esta práctica anula los beneficios que pretende aportar porque, si buscamos limitar el control de la mente sobre nuestros pensamientos y emociones, la rutina es su terreno y lo que mejor sabe manipular.

Pero hoy ha sido especial, me ha aportado una sensación que pocas veces consigo. Me sentía feliz cuando antes estaba algo más que triste. Cuando volví en mí,  a mi normal rutina pensadora, quise desgranar esa alegría aparentemente gratuita. Mi laboratorio de análisis que llevo encima de los hombros se le cae la baba ante estos retos de retratar en palabras las sensaciones que parecen venir del más allá.

Analicé y analicé, palabreé y palabreé lo imparlable. Me sentía eterno aun con la plena conciencia de mi muerte segura, de mi muerte carnal. Entonces, ¿de qué esa sensación de felicidad y eternidad? ¿Y de integridad? Dejé de pensar y lancé a mi imaginación más allá de mi existencia, más allá del drama, del drama de mi muerte cuando llegue. ¿Qué sería de mí?

Foto de Víctor Pérez EpicDesing@hotmail.com

Foto de Víctor Pérez
EpicDesing@hotmail.com

Pues no me vi, pero me sentía. No me vi como me sé ver, me vi dividido en millones, billones, trillones de partículas vagando por el universo, por este y otros, incrustándose en otros cuerpos, objetos o materias. Pero,  ¿era yo? No, no lo era. Pero era feliz porque yo existía sin ser yo. Me sentía feliz porque estaba en cualquier parte sin ser yo. Entonces, ¿Y yo?

Lo que en la imaginación era algo para alegrarse, en la razón es un drama: La muerte. La mente deja de existir, el yo desaparece. No hay un cielo ni una dimensión extratemporal. No hay un espíritu, alma, karma y sus diferentemente razonadas versiones. Lo que existe con la muerte es una devolución de las partículas atómicas y subatómicas prestadas para configurar un material que alojaba y soportaba un yo.

¿Para qué se molesta la existencia en crear un yo si lo que nos hace felices es difuminarnos en el todo? Subordinarnos al criterio creador de no sabemos qué entidad nos llena de gozo. Parece ser que disminuir el ego es la clave para sentirse en paz con el mundo y la existencia. Alejarse de la vanidad, del orgullo nos acerca al sosiego. Lo presenta como la gran lección de la vida, desprenderse de uno mismo, dejar lastre, soltar ataduras y apegos.

¿Y todo ese aprendizaje por el que hemos pasado? ¿Toda esa experiencia? ¿Dónde va? ¿Qué provecho se saca? ¿Quién o qué lo aprovecha si nos desperdigamos en partículas para formar parte de otros entes? ¿Para qué aprender, pues? ¿Para qué todo lo sufrido hasta que nos hemos dado cuenta?  ¡Y el sufrimiento! Si desaparece mi yo, ¿dónde va ese sufrimiento? El sufrimiento no buscado, esas veces que nos sentimos que nos han matado el alma, esas decepciones insospechables, esos amargos tragos. Si acaba nuestro yo ¿Dónde nos dan la medalla al mérito o la Legión de Honor? ¡Qué menos! ¡Un poco de gloria antes de desaparecer!

Yo lo vivo (¡ay! ¡Ese yo!),  como dos realidades paralelas interconectadas. Siento esa conexión divina y entregada con la existencia pero al mismo tiempo no abandono mi yo vanídico. ¿Porqué renegar de lo que venía de serie con el cuerpo? Para algo está. Lo debemos vivir, y dejar para otro momento esa sensación de comunión con el todo, cuando ya no tenga sentido mantener mi yo. Aunque sea solo por si un acaso, por si más allá hubiera un lugar… donde mi yo fuera a parar.